El virus, ¿el último revolucionario?

de Piertoni Russo.

El ser humano, desde los tiempos de la revolución industrial y con los avances en los ámbitos de la ciencia y de la medicina, se ha convencido de poder dominar a la naturaleza y ser el más poderoso de la tierra. El positivismo, movimiento filosófico que nació en el siglo XIX de la mano de los pensadores Henri Saint-Simon y August Comte, representó esta nueva confianza en el ser humano y en el progreso. El progreso se convirtió en algo prioritario, y todas las desigualdades sociales, las diferencias de clase, la brecha entre los ricos y los pobres, y los efectos negativos del capitalismo, pasaron a segundo plano. Los problemas existían, pero –según los positivistas- estaban destinados a solucionarse. No debían ser motivo de preocupación.

Se demostró un egoísmo y una indiferencia enorme hacia lo humano, hacia los sentimientos y los valores que deberían estar en la base de la convivencia y de la sociedad. Por otra parte, Martin Heidegger, filósofo existencialista alemán, subrayaba la necesidad de “vivir con los demás”, de estar con los otros en una relación de coexistencia y no de fría presencia. Jean-Paul Sarte fue otro existencialista que explicó que un ser se da cuenta de su libertad limitada, solo cuando choca con el otro. El otro es otro “yo”, es un ser humano que se merece la misma consideración y que tiene mis mismos derechos. Nuestro proyecto vital debe respetar al otro, está condicionado por él. En esto se basa la sociedad y en esto se funda la convivencia.

Sin embargo, nuestro afán de poder y nuestra carrera implacable hacía el progreso han favorecido exclusivamente un camino individualista que, por este anhelo de grandeza y de riqueza, ha dejado de lado a la mayoría de los seres humanos. Los intereses y las necesidades de todos, el bien común deseado por pensadores como Platón y Aristóteles, ya no nos corresponden.

Esta cruel indiferencia ha provocado un desastre a nivel humano y social. El hombre es siempre más egoísta, y solo se emociona y le afectan los problemas si está implicado personalmente o si perjudican a sus seres más queridos. Y el dinero se ha convertido en la única obsesión de su vida. La sociedad nos ha educado en este sentido y nos hemos dejado llevar sin oponer demasiada resistencia, aceptándolo como si fuera la única opción válida.

La consecuencia de todo esto es que, en la actualidad, hay multinacionales con beneficios económicos impresionantes, casi cincuenta millones de hombres millonarios por todo el planeta,  y unos sistemas políticos que solo se preocupan por la economía y que menosprecian al ser humano.

Hemos pasado por crisis económicas crueles -como la del año 2008- que han llevado a millones de personas a vivir por debajo del umbral de pobreza, por conflictos feroces -como el conflicto sirio- que han obligado a mareas humanas a huir de sus países para poderse salvar de los desastres de la guerra, y por epidemias feroces –como la de ébola, que entre 2014 y 2016 mató a más de 11.000 personas por toda África- que han quitado la vida a un número enorme de personas. Pero, los que estaban en el poder, en vez de hacer algo para el ser humano, decidieron rescatar a los bancos, cerrar las fronteras y desinteresarse de encontrar una vacuna que podía evitar muchísimas muertes. Pero, en esta sociedad, la vida no tiene el mismo valor para todos: nuestra nacionalidad, nuestro color de piel, nuestro estatus económico son los que hacen la diferencia.

Ahora el virus ha vuelto. Otro. Diferente. Y esta vez no se ha limitado a un continente. Empezó en una región de China y se ha difundido ya por el planeta entero. Y sigue creciendo. Lleva varias semanas que ha llegado hasta conquistar la Gran Manzana, el centro de financiero de la tierra.  

Los políticos no estaban preparados ante este fenómeno nuevo. Han dudado sobre qué medidas tomar, y han dejar pasar el tiempo. Solo estaban preocupados por la economía, como siempre. Así que el virus ha empezado a dejar millares de muertos por su camino, en gran mayoría gente de edad avanzada: nuestros padres, nuestro abuelos, nuestros vecinos del piso de al lado. Además de un número más reducido de jóvenes y de muchos de los sanitarios que estaban en la primera líneas, luchando para pararlo. El virus nos ha cogido desprevenidos a todos. Débiles, frágiles e impotentes. Lo que somos ante la naturaleza. La naturaleza que pensábamos poder dominar.

Ante esta situación, la mayoría de los líderes mundiales no sabían qué hacer. ¿Parar todo? ¿Y la economía?

Pero, finalmente tuvieron que ceder.   

Solo tres políticos, tres de los peores de nuestro tiempo, Donald Trump, Boris Jhonson y Jair Bolsonaro, líderes de Estados Unidos, de Inglaterra y de Brasil, decidieron voluntariamente tomar medidas inadecuadas para una pandemia anunciada, dando prioridad a la economía y decidiendo arbitrariamente que la gente mayor no tiene valor y puede ser sacrificada a cambio del PIB de estos países. Como si estas personas fueran objetos, como si no tuvieran familias que sufren por ellos, como si sus vidas no valieran nada.

Luego, salvo Bolsonaro -que sigue comparando el virus con un resfriado- todos tuvieron que retractarse. Pero era tarde. Trump, para salvar la cara, llegó a afirmar que si su país se quedaba con 100.000 muertos, quería decir que habían hecho un gran trabajo. Como si estos fallecidos no fueran vidas humanas, en su tierra de las oportunidades, donde no se cura a quien no tenga seguro médico, y donde un test para el virus cuesta alrededor de 3.000 dólares.

En cambio, en la mayoría los demás países, lo primero que se hizo, en vez de prevenir el virus, fue  cerrar las fronteras, para evitar que los extranjeros trajeran el virus a estas tierras. Cerrar fronteras. Lo único que se sabe hacer. Lo de siempre. Prohibir el paso al extranjero. Pero esta vez las fronteras no se cerraban a los negros, no se cerraban a los refugiados, no se cerraban a los pobres. Esta vez le tocaba también a los blancos. Ya daba igual el color de la piel o si se tratase de gente rica o pobre. 

A muchos les detuvieron en los aeropuertos durante unas horas, les devolvieron a sus países sin dejarlos salir del avión, y se sintieron ofendidos, maltratados, violados. Les hicieron lo que ellos mismos llevan años haciendo a los refugiados que huyen de las guerras, obligados a escapar de su querida patria y de su familia, para poder seguir vivos. Pero, ahora que nos ha tocado a nosotros, sí que es inaceptable. Lamentablemente, el valor de la vida y los valores morales varían según la nacionalidad y el estatus económico.

Pero, para parar al virus, tampoco fue suficiente. Así que se llegó a tomar medidas aún más extremas. Nos confinaron en casa durante meses. Sin salir, para evitar el contagio y para reducir la pandemia. Escuelas, oficinas y tiendas cerradas. Muchísima gente se ha quedado sin trabajo. Contrariados e incrédulos, en una situación irreal y nunca experimentada, decidimos  acusar de esta situación a cualquiera. Todos eran culpables de este confinamiento. Nos erigimos en jueces supremos que deciden si tienes el derecho a hacer la compra, ir a la farmacia o ir a visitar a tus familiares más queridos. Dimos sentencias morales desde el ordenador de nuestra casa, en las redes sociales, o increpamos a la gente que andaba por la calle desde nuestros balcones. Se criticó a quien decidía alojarse durante el estado de alerta en una casa en el campo, lejos de la gente, paseando por la naturaleza y por los bosques, alejados del peligro. Un poco como en el Decamerón de Giovanni Boccaccio, una obra que describe la peste bubónica de Florencia de 1348 y que da motivo a un grupo de jóvenes a refugiarse en una villa en el campo. Decisión que les permite salvarse de la muerte.

En fin, el hombre, perdida la pugna con la naturaleza, ha empezado otra vez a enfrentarse a los demás hombres. Vuelve a sentir la necesidad de dominar a alguien. Eric Fromm sostenía que el hombre nace cuando es arrancado de su unión originaria con la naturaleza y, en este momento, elige entre someterse a los demás (masoquismo) o dominarles (sadismo). Esta sociedad es un reflejo perfecto de la reflexión de este psicoanalista. Lo que se echa en falta –en realidad- es la capacidad de convivir con el otro.  

En esta situación surreal, en vez de enemistarnos, deberíamos aprovechar este aislamiento forzado para reflexionar sobre el camino que hemos tomado. Mucha gente cree que este virus nos hará más solidarios, nos mejorará como seres humanos. Algo seguramente cambiará, pero el problema es que es también cierto que este virus está marcando aún más las desigualdades entre las diferentes clases sociales, entre los que pasan el aislamiento confinados en un chalet con jardín y piscina, y los que están encerrados en un piso de 30m2 a pie de calle. Por no hablar de todos los que viven en la mismísima calle. Este virus no es igual para todos, y no lo es porque esta sociedad tolera y ampara una cantidad enorme de injusticias y desigualdades.

José Mujica, ex presidente de Uruguay, un hombre que entre el dinero y el ser humano, ha tenido el valor de elegir la vida y los afectos, en cada charla que da por el mundo, nos recuerda que en la vida no se puede comprar todo con el dinero. Y tampoco se puede comprar la felicidad. Tener un buen trabajo, un buen sueldo, y luego no tener el tiempo para disfrutar con la familia y con un puñado de amigos, no tiene sentido. No es humano. Nos estamos acostumbrando a valorar todo desde una perspectiva exclusivamente económica. Intercambiamos el tiempo con nuestros hijos con regalos de valor y muchas actividades extraescolares. Para tenerlos serenos y ocupados. Para encubrir el vacío de nuestra ausencia. Consumimos, gastamos y contaminamos. Hemos llegado a provocar un desastre medioambiental irreparable y seguimos sin reaccionar, sin poner un remedio. Solo el virus ha conseguido parar la contaminación, y solo el virus ha conseguido encerrarnos en casa a pasar el tiempo junto a nuestras familias.

Está claro que esta sociedad no es la ideal. Estamos perdidos y no encontramos una salida. Hemos llegado a convertir al papa Francisco y a una adolescente de 17 años como Greta Thunberg en los más grandes reformistas y revolucionarios de nuestra década. Es evidente que buscamos desesperadamente a alguien que nos guíe en este momento de inexorable caída.

El virus dejará muchos muertos, una crisis enorme, una mayor pobreza y una gran depresión. Pero podría ser también una oportunidad para mejorarnos, para ser más solidarios y para empezar a escuchar al otro, aunque pertenezca al grupo más minoritario.

Cuando el virus acabe, el mundo volverá a girar. Lo importante es que lo haga de otra manera.